domingo, 3 de mayo de 2015

Estampillas

En ese momento me embargó el silencio, y una amarga seriedad que no me pude sacudir. Miraba silenciosamente hacia ningún lado, hacia la ventana púdicamente cubierta por cortinas. Ya no supe si me hablaba o no, no recuerdo si escuchaba su voz -que es hermosa, dulce, casual, adecuada, lo único que quisiera escuchar- o si también él imitaba mi silencio. No sabía qué sentir, acabábamos de hacer el amor. Me sentía terrible por no haber podido tomar la iniciativa por ningún segundo, y me moría por beberle. También me carcomía la necesidad de decirle que lo amaba, que en algún momento me había enamorado de él, que lo que más feliz me hacía era fantasear en un futuro donde estuvieramos juntos, que yo nunca había sentido sentimientos de esos. Pero me quedé en silencio. 

No supe qué decirle.

Era la persona más feliz entre sus brazos. Y entre todos los deseos, el más grande, el que ganó por sobre todas las cosas, fue el de mantenerme -en la misma posición, en el mismo silencio, respirando el mismo aire, mirando las luces de las velas proyectando danza sobre la cortina de la gran ventana. No quería que alguna de mis palabras me obligara a retirarme de entre sus brazos. Silenciosamente pedí a todas las estrellas del cielo que me concedieran detener la noche.

Estaba feliz, porque jamás me habían hecho el amor -no como me lo había hecho hace unas horas- y porque toda mi piel podía sentir su desnudez en extensión. Hay sentimientos bellos que no puedes expresar en simples términos de descripción, y sentir que somos una sola carne es uno de ellos. Y quizá no se dió cuenta de mi felicidad, porque era más grande mi preocupación sobre el inevitable final que no sabría si tendría una futura parte dos (aunque sus palabras me lo sugerían a cada rato). Me debí haber disculpado por no sonreir más. 

¡Estaba tan enojada cuando se anunció la mañana! Lo único que pedí al cielo era más tiempo, y no lo obtuve. Ojalá me buscara, pero probablemente no está pensando en mí. Me arrepiento de no haberle pedido que me dejara tenerlo completamente. Me arrepiento de no haberle pedido que me torturara físicamente (y no anímicamente, como ahora), que tuviera menos cuidado de mí. 

Creo que comienzo a olvidar sus manos sobre mí, dentro de mí. Lo único que recuerdo es el tormento de mi inevitable silencio, de pensar que no le dije que ahora mi mente y mis palabras le pertenecen.

¿Por qué te escribo todo ésto? Porque sus manos se van, y lo siento lejos. Ten piedad de mí. ¡Grita mi silencio!


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